No recuerdo cómo se llamaba la radio, ni siquiera nuestro programa. Recuerdo que emitíamos los viernes por la tarde desde la escuela de adultos Paulo Freire, que todo el aparataje lo había traído Manuel Esturillo de Dúrcal y que Javier, su hijo —un chinorri con poco más de quince años—, ya se sentía periodista.
Recuerdo que Juanma y yo llevábamos litronas al estudio y que en más de una ocasión se nos iba la mano. A todo esto y antes de que se me olvide: te quiero, Juanma. Mucho, muchísimo.
El torneo de ajedrez, su enorme grandeza, de eso me acuerdo tela: Karpov, kasparov, Ivanchuk, Leontxo García; lo bien que jugaba Alfonso, las palizas que nos daba en el Torcal, en el Aníbal, en los salones California.
Recuerdo a Emiliano a Genaro a Lechuga al Chicha; unas Cruces diluviando y Javier escribiendo en la crónica del día siguiente que habían sido una maravilla porque él y yo lo habíamos pasado así, de maravilla; los cafés del Venecia, el «Te quiero, Lola».
A los dos nos gustaba escribir, beber, vivir, reír, llorar. Imposible que no nos hiciéramos buenos amigos y que no nos buscáramos a cada rato. Recuerdo «Aunque tú no lo sepas» a las mil, después de que cerrara el 500, compartiendo cascos en la calle Zabala; las entrada que me regaló para ver a Aute en el Infanta Leonor.
Recuerdo su marcha a Jaén, su maldito e intempestivo adiós; y allí, en Jaén, su pisito junto a la Plaza Deán Mazas en el que nunca dormimos.
Esta mañana leía algo sobre la Fontana di Trevi, a cuenta del coronavirus: ninguna sorpresa, que ahora apenas se encuentran monedas en su fondo por la ausencia de turistas; y yo, por suerte, he conseguido abstraerme y pensar en Marcello Mastroianni, Anita Ekberg y su Dolce vita sin mascarilla.
Luego, de seguido, me he sentado a escribir esta pieza y he empezado por ahí, abstrayéndome, calibrando qué significa la irrupción de un nuevo medio de comunicación en Linares. Y de nuevo ninguna sorpresa: Félix Martínez y Manuel Esturillo se han asomado rápido a mi memoria, los Marcellos y las Anitas de la fuente del periodismo de nuestra maltrecha ciudad.
Y eso es todo lo que quiero decir: gracias, Manolo, por traer los cacharros de la radio en aquel tiempo e inocularle a tu vástago y a otros locos como él la pasión por la palabra.
Artículo original de Andrés Ortiz Tafur en El Observador.